viernes, 5 de septiembre de 2008

san miguel

Petén es un terriorio basto, monumental y siniestro. Lejana tierra del Norte donde todo sucede bajo el sol. Suelo con tanta cal que me seca la piel al caminar. San Miguel está aquinisito, una lancha de a dos pesos y ya... caminar por un sendero verde y robusto donde el olor a selva invade mi ser. Corredor de muros verdes con murmullos de diminutos insectos. Los Zancudos que me escoltan, prestos a sorber la sangre de mis miembros, zigzaguean a mi alrededor.


La peregrinación se termina en el sendero angosto que conduce a la playita. Ahhhhh las playas del Petén... el lago desplegado en su magnífica indiferencia, ha estado allí recostado en la planicie y estará allí aún cuando yo me vaya. Hay un facinación masoquista por la playita. Piedras que lastiman los pies, la basura que flota de tiempo en tiempo, en el puro relax del agua. Me siento pequeña ante tanta agua y tanta tierra... el cielo se me viene encima cuando me recuesto en las punzantes piedras. Petén no es igual que Guate, no. En Guate el valle me abraza y me acurruca, pero en San Miguel la monumentalidad del Norte me hace más pequeña y más humana. Allí no hay gigantes de piedra que reposen y me abracen.


Meto mis pies en el agua, haciendo caso omiso del dolor punzante y seco. Al adentrarme me percato de un lodo residual, espeso y viscoso. Tal vez todos de tiempo en tiempo nos metamos en las partes densas de la vida o con palabras ajenas recorramos esos pasajes donde pocos entran y menos salen. La playita posee esa belleza amarga de los paisajes que nos dañan y de cuando en cuando nos manchan con su espesor. Huelo a lago al salir. No quiero irme, pero parto de allí. Dejo tirada otra piel y me llevo la experiencia de haberme metido en la profundidad espesa de la vida. Melódico estallido, arranca el motor de la lancha que melancólico me introduce al viaje de regreso a la Isla, la vuelta es de a dos pesos.

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