sólo cuentos

1.  APROFAM
Me despertó un dolor intenso y punzante en la madrugada.  En la obscuridad me senté inundada de sudor, invadida por la culpa, me recosté en la cama sintiendo que el techo se me venía encima.  Antes que todos se despertaran ya iba yo saliendo por la puerta.  Lo único que se me ocurrió fue ir al centro de salud más cercano.   Al caminar a penas el sol atisbaba las calles viejas y desteñidas no pude más que hundirme en el anonimato de esta hostil ciudad.   Mi mirada estaba clavada en el suelo, con todo el peso de la culpa sobre mis pestañas, divagando en la nada de pronto al divisar el centro me di cuenta que ya habían personas haciendo cola.  La soledad me enredó en sus brazos y allí me quede como estatua mientras las personas pasaban por la calle rumbo a un destino seguro.  Al moverse la línea sentí caerme al abismo.  Tomé un número y me senté a esperar.
Junto a mí una señora con delantal prestaba su amena atención al monitor mientras sus hijos jugaban a la lucha libre en la lúgubre sala.  Respiraba profundo para apaciguarme el alma.  Pasaron los minutos que se extendían en lo eterno y confuso de la espera.  Mujeres, muchas mujeres, de todos colores, tal vez igual que yo o no tan distintas.  Ya era tarde y sabía que se me iba armar en el trabajo. Al fin mi número, sentía que las rodillas no me daban para pararme.  Pasé al pequeño consultorio, al no más empezarle a contar del tipo de mi dolor señaló la mesa y me dio las instrucciones.   Al recostarme sobre el papel craft vi cómo de un balde metálico con agua viscosa sacó unas frías tenazas metálicas. 
Pensé como esas mujeres de la espera las tuvieron entre sus piernas también.  Pensé cómo el hombre no sabe que es ser mujer y como se cree que sabe coger sólo porque tiene pija.  Me puse el pantalón y le expliqué a la doctora con la más agobiante vergüenza de como tuve sexo sin protección, cómo mi novio por delante por detrás, por delante por detrás, como perro.   Se me lanzó encima y  no pude detenerlo, no sabía lo que hacía pero en fin por tener pija creía que sabía.  Lloré, lloré de rabia y de vergüenza.  Ella respiró profundo para tragarse la indignación y con un tono frío me explicó como debía de ser.  De su escritorio sacó una caja de pastillas y las puso sobre la mesa.  Al tomarlas gemí como un animal herido, las metí en mi mochila y me marché.

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